martes, 19 de junio de 2012
"LA FE DOLOROSA DE MARÍA JUNTO A LA CRUZ"
LA FE DOLOROSA DE MARÍA JUNTO A LA CRUZ
María estaba junto a la cruz... Su Hijo agonizaba sobre aquel madero como un condenado. ¡Cuán grande, cuán heroica en esos momentos la obediencia de la fe demostrada por Maria ante los insondables designios de Dios! ¡Cómo se abandona en Dios sin reservas! (RM, 18).
La fe dolorosa de María llega a su culmen cuando ella se encuentra de pie junto a la cruz de Su Hijo. Allí «Se condolió vehementemente con Su Hijo», allí «Se asoció con corazón de madre a su sacrificio», allí «Consintió con amor en la inmolación de la víctima engendrada por ella misma» (LG, 58). Es admirable ver la entereza de María, expresada por las palabras del evangelista: «Estaba de pie junto a la cruz de Jesús» (Jn 19, 25). Allí María no era una mujer pasiva, que se dejaba llevar por la violencia y vehemencia de los más dispares sentimientos. Allí María era una mujer dueña de sí misma, consciente de su función. Nada la separó de Su Hijo: con-sufrió su misma pasión; se asoció como madre a Su sacrificio, y dió su sí a la radicalidad de amor de Su Hijo, que amó sin calcular las consecuencias, hasta el extremo. La pasión cruenta de Su Hijo tuvo una réplica exacta en la pasión incruenta de la madre. En ese trance amargo Maria vive desde la fe. Ella ve que, aparentemente, se desmienten aquellas palabras del ángel: «El será grande, el Señor Dios le dará el trono de David... Reinará sobre la casa de Jacob por los siglos de los siglos y su reino no tendrá fin». María asiste al fin de Jesús. Es verdad que sobre la cruz habían colocado un rótulo que decía «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos» (Jn 19, 19; Mc 15, 26); no se trataba de un título honorífico, sino de una forma sarcástica de hacer público el motivo de su condena. ¡Este es el fin del reino de Jesús! Maria cree, sin embargo, que la palabra de Dios se cumplirá. Por eso no huye, como los discípulos. Por eso participa en la más profunda kénosis de la fe que se haya dado en la historia de la humanidad. María acepta la espada (RM, 18). Si, en el origen de la humanidad, la mujer se había amigado con la serpiente convirtiéndose en madre de la muerte, ahora, en la plenitud de los tiempos, la mujer entra en enemistad con la serpiente, actúa desde la obediencia de la fe, una fe heroica, se abandona a Dios sin reservas y así se convierte en madre del discípulo amado, nueva Eva, «madre de los vivientes».
ORACIÓN:
Padre de la vida, Tú no quieres la muerte de tus hijos, ni te recreas en la destrucción de tus criaturas; Tú eres compasivo y misericordioso; por eso, com-padeciste la muerte de Tu Hijo Jesús; en su muerte te quedaste sin palabra; un misterioso abandono entró en Tu misterio trinitario y María se convirtió en el rostro materno de Tu soledad, en el símbolo femenino de tu compasión...
Concédenos, a imitación de ella, vivir estrechamente unidos a Ti, aun en medio de las más serias dificultades; haz que, fijando nuestro corazón en Ti, no temamos el rostro horrible de la muerte. Por Jesucristo, Nuestro Señor.
AMÉN
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